17 marzo 2015

Coaching y atributos esenciales del liderazgo (5): prudencia y mesura.



La etimología latina del término prudencia (prudens, prudentis) nos ofrece significados muy clarificadores para abordar el concepto desde la perspectiva que nos ocupa. En concreto, el término significaba conocedor, experto y cauto. Prudens era aquel que miraba delante de sí mismo y tomaba sus medidas, esto es, que era capaz de otear el horizonte con calma y cautela para adquirir la suficiente perspectiva que le permitiera prever prácticamente cualquier contingencia que fuese previsible. La capacidad de percibir con anticipación los resultados de nuestras acciones o de terceros nos permite interpretar, a partir del análisis de indicios o señales diversas, lo que podría suceder; todo ello con un elevado grado de certeza. Ello nos permitiría disponer los medios necesarios para afrontar con ciertas garantías de éxito las contingencias futuras que nos pudiera deparar el curso de los acontecimientos. El prudente no se limitaba, por tanto, a deambular a locas por su cotidianidad sin tener en cuenta los resultados de las acciones que llevaba a cabo en ese efímero instante que representaba el presente. 

Moderación, cautela, sensatez, templanza y mesura son todos ellos sinónimos del término prudencia. Se trata, pues, de una virtud que faculta a una persona para desempeñar cualquier cometido de un modo adecuado y plenamente ajustado a las circunstancias, materia y contexto en los que se desenvuelve. Ni que decir tiene, se trata de un elemento consustancial a cualquier persona que pretenda transitar por la vida evitando el daño intencional o negligente a terceros y beneficiándose de todos los elementos positivos que le proporciona su entorno más inmediato, aquel que delimita su círculo de influencia más próximo a su voluntad de actuación. Siendo una característica deseable en cualquier individuo, nadie en su sano juicio lo pondría en duda, deviene un elemento esencial de la personalidad en aquellas personas que ejercer cualquier tipo de liderazgo. El motivo no podría ser más simple. ¿Cómo podría regir los destinos de una corporación alguien que no es capaz de hacerlo con su propia vida sin perpetrar desmanes hacia sí mismo y terceros que "pasaban por allí"? Aunque suele haber personas prudentes por naturaleza, es una virtud que se desarrolla, en gran parte, a partir de las experiencias y reflexiones de todo aquel que trabaja con y para los demás. En esos casos, hay que ser capaces de atisbar en el horizonte el resultado de planes y proyectos para evitar desastres que, en buena lid, podrían y deberían ser absolutamente previsibles. Debería, la prudencia, estar presente en cualquier decisión que se adopte en el ámbito de una organización. Los efectos colaterales que pueden desencadenarse en contextos relativamente complejos e interconectados exigen una mayor cautela, si cabe, ya que las relaciones y sinergias que se producen en estos sistemas no son fácilmente previsibles. 

El líder prudente no es un líder débil por ser templado. Tendría que superar sin especiales complejos las críticas sobre su hipotética debilidad que pudiera recibir de su entorno en el desempeño del cargo que ocupe ya que ésta es una manera, burda y poco sutil pero efectiva en muchos casos, de generar inestabilidad y malestar en las personas que se toman su tiempo para adoptar decisiones complicadas y ponderar todas las opciones antes de asumir riesgos innecesarios. El líder que ejerce la prudencia tiene habitualmente dominio de sí mismo y controla todos los actos y circunstancias de su vida, descartando los extremos que a veces pueden suponer un atajo fácil, en el corto plazo, pero que podrían generar graves consecuencias futuras. Es bien sabido que los excesos, máxime si son continuos y desproporcionados, generan graves problemas que no tienen, en la mayoría de los casos, fácil solución una vez que aparecen. La salud mental de cualquier directivo le agradecerá profundamente que cultive esta virtud ya que, de por sí, se verá frecuentemente atacada por un número nada desdeñable de estresores que, de manera continua y crónica, amenazarán con hacerle estallar o machacar sus nervios. En este contexto que estamos describiendo, supone una virtud añadida el conocimiento del terreno que se pisa. Cartografiar, de la manera más precisa que se pueda, todos aquellos territorios que deben ser frecuentados a lo largo de la gestión cotidiana hará posible que muchos escollos y accidentes sean detectados con anterioridad a que se transite sobre ellos. 

Hasta aquí se ha desarrollado la parte más noble del concepto que nos ocupa, ensalzando la necesidad de que los líderes y directivos cultiven de manera obligada esta cualidad. No podríamos, en cualquier caso, dejar de mencionar las nefastas consecuencias que se producen en el ámbito corporativo cuando un entorno organizativo tiene la mala suerte o la desgracia de toparse con un inútil, muchas veces imprudente y canalla, como máxima autoridad al cargo del negocio. Lógicamente, no es éste el lugar donde abordar el análisis ni las consecuencias penales que se imputarían a un sujeto en el supuesto de que su gestión o decisiones con relación a cualquier asunto lesionaran bienes jurídicos protegidos por el ordenamiento. Seguiremos hablando aquí de aquella imprudencia que, sin constituir un ilícito penal (por dolo o negligencia) estamos habituados a sufrir en silencio porque, entendemos, es de menor calado.

Los directivos imprudentes son algunas veces tan torpes que llegan a causar daños a otras personas de su entorno sin que, ni tan siquiera, obtengan un beneficio adicional para sí mismos o la corporación o departamento que dirigen. Supone esto el culmen de la imbecilidad ya que, aunque no justificamos paradigmas maquiavélicos en este caso, no podemos hablar de algún beneficiado de sus desmanes. El potencial nocivo y dañino de un jefe imprudente no puede ser desestimado ni tomado a broma. Habría que saber diferenciar entre el error humano accidental, absolutamente inevitable y perdonable en muchas ocasiones, y la imprudencia cristalizada en un modus operandi perverso que se articula como forma de vida para muchas personas, con el consiguiente perjuicio crónico de sus semejantes. Cuantificar el costo de las imprudencias cometidas por la falta de mesura de muchos directivos sería muy difícil, pero merecería la pena intentarlo si de ese análisis se desprendiesen hipotéticas medidas para depurar a personas que son incapaces de dirigirse a sí mismos y a los demás. De ese estudio podría desprenderse una curiosa tipología de personas en las que destacaríamos a los verdaderamente estúpidos, que son aquellos que no obtienen beneficio alguno ni para sí mismo ni para los demás. Siguiendo el "eje del mal" llegaríamos a los malvados, que obtendrían réditos y beneficios personales en perjuicio de terceros. Un último y posible "tipo psicológico" nos llevaría hasta los jefes incautos, que son los que, sin comerlo ni beberlo, son capaces de perjudicarse a sí mismos sin lesionar a otros. Como verán, todo un completo y curioso bestiario de personajes de opereta que venderían a su propia madre si de esa transacción comercial dependiese su permanencia en el escenario directivo. 

Concluyendo, una vez más, el equilibrio es el norte que debería guiar los desvelos de todos aquellos que ejercen o pretenden ejercer responsabilidades de tipo directivo. Deberían comenzar un profundo ejercicio de introspección con objeto de escudriñar su propio interior para, en el caso de que hubiese algo que mejorar, dedicar tiempo a la renovación interior antes de consagrar sus esfuerzos a pretender arreglar el mundo que les rodea. 

"La prudencia y mesura como atributos necesarios, aunque no suficientes, para el ejercicio del liderazgo comprometido con su entorno."


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